PUNTO CRÍTICO Gabriel Torres Espinoza
La cultura de la desconfianza se manifiesta en donde la propensión a no respetar las leyes es evidente. Se traduce en obesas legislaciones, exceso de reglamentación y el establecimiento del más sofisticado sistema controles y contra controles.
La burocracia se vuelve el fin, y no el medio de una institución. La hipótesis de que con más normas se dirige mejor, llega al exceso de sobre regular los procesos hasta convertirlos en lentos y tortuosos.
La sobre reglamentación, es bien sabido, lleva a la trasgresión sistemática de las normas. En una institución sobre reglamentada con frecuencia ocurre que, por la vía del desacato, del abuso de atribuciones, del incumplimiento de las órdenes o de la resistencia pasiva, se produce una arbitraria interferencia de los administradores en los designios de quien dirige una institución, de modo que la autoridad de éstos se ve suplantada por la de los burócratas.
Florece un nuevo estamento o clase: los ‘funcionarios del no’. Éstos convierten al papeleo, las ventanillas, el llenado de formatos y el intrincado sistema de administrar lo público en un modo de vida del cual ellos son activos indispensables. Sólo ellos podrían desenredar la compleja madeja de procesos, trámites e instancias, que ellos mismos han creado para justificar su existencia.
Podríamos decir que los ‘funcionarios del no’ son los más altos dirigentes del ‘no se puede’. Aquellos especialistas en encontrar el pretexto para negarse a ejecutar un trámite o agilizar un proceso. Expertos en todas las formas para retardar, aplazar, ocasionar vueltas y vueltas y exigir la mayor cantidad de documentos posibles que en su mayoría son innecesarios para un proceso.
Perfectos peritos de los flujogramas de administración y conocedores a detalle de cada reglamento, manual o estatuto para aplicarlo en el momento exacto que evite que las cosas se hagan rápido y de forma sencilla. Los ‘funcionarios del no’ operan contra el sentido común de las cosas, basados en normas o reglamentos absurdos que ellos mismos han creado para garantizar su existencia y forma de vida.
Bajo estas condiciones, la marcha de las instituciones se torna lenta, complicada y engorrosa. Los trámites suelen sucumbir bajo toneladas de papeles, firmas, controles y contra controles. Se diseñan formatos, autorizaciones, oficios y muchas instancias que intervengan en el proceso para que éste se retarde lo más que sea posible. Requieren de un ejército de gentes para hacer las cosas igual o peor.
El usuario se rinde por cansancio a los pies de estos ‘funcionarios del no’. La burocracia engorda y las mejores iniciativas de quien dirige se frustran por la ley del menor esfuerzo. Los procesos se convierten en fines y los fines institucionales no se alcanzan.
La simplificación de la administración pública se caracteriza por ser un proceso muy delicado pues afecta de forma directa a valores e intereses fuertemente arraigados dentro y fuera de las instituciones, y en esa medida, los obstáculos y resistencias a superar son grandes para agilizar, simplificar, adelgazar la burocracia y atentar contra el modo de vida de ‘funcionarios del no’, peritos en encontrar algún pretexto para que las cosas… no ocurran.