el complejo desmontaje de las capillas doradas que protegían la momia de Tutankamón

En 1925, Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes, se centró en ir desmantelando una a una las capillas funerarias que ocupaban la totalidad de la cámara funeraria del rey niño. Tras ello, inició la difícil tarea de extraer los tres ataúdes que contenía el gran sarcófago de cuarcita para, al final, hallarse cara a cara con el faraón.

El 6 de abril de 1923, lord Carnarvon, mecenas de Howard Carter, moría en su hotel de El Cairo tras una breve enfermedad que muchos achacaron a la maldición de la momia Tutankamón, una maldición que se habría hecho realidad tras el descubrimiento de su tumba en el Valle de los Reyes.

Después de este tremendo revés, transcurriría casi un año hasta que Carter estuvo de nuevo en disposición de ponerse manos a la obra en la tumba KV62 y empezase a planificar la ingente tarea de desmontar las capillas de madera dorada que llenaban casi por completo el espacio de la cámara funeraria del faraón.

Fue el 17 de febrero de 1923 el día en que Howard Carter, acompañado de lord Carnarvon, un nutrido grupo de expertos, autoridades y ante la expectación mundial, había abierto la puerta tapiada de la cámara funeraria del monarca y había dejado a la vista de todos una enorme pared dorada que formaba parte de una gran capilla sellada.

Tras saltar los cierres y abrir la puerta, ante los ojos asombrados de los presentes apareció otro espectacular muro dorado recubierto de hermosos relieves.

CAPILLAS DENTRO DE MÁS CAPILLAS

En 1924, Carter decidió centrarse en la cámara funeraria del faraón y abrir las capillas funerarias una a una. En total, el egiptólogo y su equipo abrieron cuatro capillas de madera dorada, la última de las cuales estaba decorada con las figuras de las diosas Isis y Neftis con las alas extendidas en actitud de protección del cuerpo que ocultaba aquel gigantesco relicario.

Al abrir las últimas puertas con emoción contenida, Carter se encontró con un colosal sarcófago de cuarcita que, al parecer, estaba «intacto, con su tapa aún firmemente fija en su lugar, exactamente como la habían dejado unas manos piadosas», escribiría en su diario. «Todo lo que tenemos que hacer es pelar los féretros como si fueran una cebolla y estaremos ante el rey en persona», añadiría con convicción.

Pero la cosa no era tan fácil. La capilla exterior ocupaba casi la totalidad de la cámara funeraria y dificultaba enormemente el trabajo puesto que apenas había espacio para moverse. Además, el espacio libre estaba atestado de objetos: varas de madera, abanicos de plumas de avestruz, recipientes de alabastro… lo que hacía aún más complicada la labor de los arqueólogos.

Finalmente, Carter y su equipo vaciaron de objetos la cámara funeraria (que fueron cuidadosamente documentados y embalados) antes de proceder a desmontar las capillas doradas, una tarea que solo lograrían emprender un año después.

LEVANTANDO LA TAPA DEL SARCÓFAGO

Conteniendo la impaciencia, el 13 de octubre de 1925 Carter y su equipo, por fin, empezaron el desmontaje de las capillas funerarias que cubrían el elaborado sarcófago de cuarcita. Así, empezaron a desmantelar los pesados relicarios y pudieron disponer de más espacio para moverse y examinar más de cerca el sarcófago.

Al hacerlo, Carter se encontró con una desagradable sorpresa: la tapa tenía una grieta. Aquello podía suponer un grave problema puesto que cuando los obreros movieran la tapa, que pesaba aproximadamente una tonelada, esta corría el riesgo de romperse y caer sobre el contenido del sarcófago, destruyéndolo.

Al final, los arqueólogos decidieron improvisar unas poleas que permitieran levantar con seguridad la tapa, sujeta por todos sus extremos.

Tras conseguir levantar la tapa del sarcófago, Carter se asomó ansioso a su interior que contenía un ataúd antropomorfo de madera dorada que representaba al faraón, con las manos cruzadas sobre el pecho y sosteniendo el cayado y el mayal.

El rostro era de oro puro. Pero al parecer no todo resultó tan sencillo para quienes procedieron al entierro del faraón miles de años atrás. El ataúd era demasiado grande para encajar a la perfección en el sarcófago y los antiguos obreros se vieron obligados a limar los pies de la caja para que cupiera. Un puñado de virutas de madera eran la prueba de ello.

UN ATAÚD DE ORO MACIZO

Al abrir el ataúd, los arqueólogos se sorprendieron al ver que en su interior había otro, más bello si cabe, hecho de madera dorada y taraceada. Según un maravillado Carter era «el más espléndido ejemplo del antiguo arte de fabricación de ataúdes jamás visto».

Y entonces levantaron la tapa de este segundo ataúd, que reveló el tercer y último, cubierto de sudarios de lino y de guirnaldas de flores dejadas allí tal vez por la doliente viuda, la reina Ankhesenamón.

Cuando retiró las flores y dobló con cuidado el sudario, Carter se encontró con una «absolutamente increíble masa de oro puro», ya que el ataúd estaba hecho totalmente de este precioso metal.

Había llegado por fin el ansiado momento. Carter iba a encontrarse cara a cara con el faraón que había sido objeto de su búsqueda durante tantos años. Al fin pudo levantar la pesada tapa de oro que dejó a la vista la momia del faraón niño, cuyo rostro y hombros se hallaban cubiertos con una espléndida máscara funeraria de oro y lapislázuli.

La belleza de la pieza y su magnífica factura dejaron sin palabras a quienes la contemplaron por primera vez después de más de tres mil años.

LA MOMIA DE TUTANKAMÓN

Tras permitirse un momento de recogimiento, Carter se dispuso entonces a cortar las trece capas de lino que envolvían el cuerpo de Tutankamón con un escalpelo. A medida que avanzaba en su trabajo, el egiptólogo se fue topando con algunos tesoros colocados entre los vendajes, como dos preciosas dagas con sus respectivas vainas bellamente trabajadas, una con la hoja de oro puro y la otra, sorprendentemente, con la hoja forjada con hierro meteórico, lo que la hacía aún más valiosa.

Alrededor del cuello del faraón se había colocado un pectoral de oro, y entre las vendas fueron surgiendo amuletos protectores. Un total de 143.

Pero por desgracia la momia de Tutankamón presentaba un estado deplorable. Al parecer, los antiguos embalsamadores habían abusado de los ungüentos y resinas, y el cuerpo había acabado quemado debido a un proceso de combustión espontánea dentro del ataúd.

El cuerpo quedó, así, ennegrecido y prácticamente pegado a la caja, lo que hacía muy difícil retirar la momia sin dañarla. Todo ello suscitó un largo y complejo debate entre los investigadores. Al final (y, según muchos investigadores, no muy acertadamente) Carter decidió dejar el tema en manos de Douglas E. Derry, profesor de anatomía de la Universidad de El Cairo.

UN TRATAMIENTO MÁS QUE DISCUTIBLE

En vista del problema, se decidió que la única manera de retirar la momia era utilizando cuchillos calentados para separarla del ataúd, y para lograrlo fue desmembrada, un método considerado por muchos especialistas más que polémico y que muy probablemente acabó causando un daño irreparable a la momia.

Derry separó primero las piernas y la pelvis del torso, después cortó los brazos (de paso se retiraron los brazaletes que los adornaban) y, finalmente, tras un ímprobo y arriesgado proceso, se separó la máscara de la cabeza del rey, también con cuchillos calientes.

Al fin, Carter pudo contemplar el deteriorado rostro de Tutankamón. A pesar de todo, el egiptólogo británico dijo sentirse impresionado ante los «bien formados rasgos» de quien, sin pretenderlo, se acabaría convirtiendo en el faraón más famoso del antiguo Egipto.

La momia de Tutankamón fue analizada por el equipo de Carter, y durante los años siguientes pasaría por muchas vicisitudes y sería sometida a diversos estudios, cada vez con técnicas más punteras, que acabarían revelando datos de gran importancia para el conocimiento de aquel período y de la vida y la muerte del joven soberano.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.