A LAS COSAS POR SU NOMBRE/Francisco García Pimentel
El día de hoy se llevará a cabo el primero de tres debates entre la candidata demócrata Hillary Clinton y el opositor republicano Donald Trump.
Lo que hoy veremos en televisión (hora y media sin comerciales) será sin lugar a dudas uno de los puntos más bajos en la historia de la política estadounidense, que se encuentra de por sí sumergida en uno de los puntos más bajos de la política mundial.
Los debates me encantan. Son una forma civilizada y organizada de confrontar ideas y poner a prueba el temple de los debatientes. Un buen debatiente es alguien que conoce el tema y, además, sabe mantenerse calmo cuando la ocasión lo amerita. Pensar claramente bajo presión es parte de los talentos necesarios para el buen gobierno.
Lo que hoy veremos, sin embargo, no será un debate, sino un espectáculo de reality TV plagado de vulgaridad y ataques ad hominem –piedras angulares del mal debate-. Veremos a Hillary tratando de mantener la dignidad dentro del circo en el que se ha metido, tratando de negar y racionalizar sus treinta colas de rata. Trump no va a negar nada: solamente vomitará babosadas con su insoportable cara de bebé autosuficiente.
De antemano sabemos quién “ganará” el debate. En una guerra de Bullying, Hillary se mete con Sansón a las patadas. Tanto si agrede como si se controla, hoy Trump lleva las de ganar. Las encuestas de preferencia de mañana dirán si estoy o no en lo correcto.
¿Es un debate que hay que ver? Por morbo, quizás. Como cualquier buena reality TV uno está seguro de divertirse y deprimirse al mismo tiempo, porque uno de estos dos personajes, los dos profundamente nefastos, será la persona más poderosa del planeta justo ahora en que el mundo se prepara para un enfrentamiento que bien puede alcanzar dimensiones globales.
Frente a la TV, el único botón que faltará en el control será el de: volver el tiempo seis meses, para volver a empezar.
