Debates, ¿para favorecer el statu quo?

Punto Crítico

Gabriel Torres Espinoza

El primer debate del que se tenga registro en el Orbe, entre candidatos de elección popular, sucedió en 1858, entre el republicano Abraham Lincoln y el demócrata Stephen Douglas, cuando competían por un escaño de representación del estado de Illinois, para el Senado de EE. UU.

En Europa, el primero aconteció en Suecia, en 1948, aunque no fue televisado. Afortunadamente, son 95 los países -de entre los 194 reconocidos por la ONU- que ya realizan debates televisados en todo el Mundo (Debates International: 2021).

No obstante, apenas 13 países (México incluido), de los 95 señalados, actualmente realizan debates televisados entre cargos de elección popular de carácter local o subnacional.

Sin embargo, los debates televisados son un fenómeno relativamente reciente de las democracias modernas.

El primer debate televisado ocurrió en EE. UU., en 1960, entre el demócrata John F. Kennedy y el republicano Richard Nixon. En Alemania, el primer debate televisado, ocurrió en 2002; y en Reino Unido fue hasta el año 2010. Por ejemplo, hasta en 2015 aconteció el primer debate presidencial en Argentina.

Ahora bien, en Jalisco y México, por el formato que han distinguido a los últimos debates, en razón de lo austeros que resultan [no permiten la interacción y el debate genuino], pareciera que están diseñados para favorecer el statu quo de las tendencias electorales; para así pasar inadvertidos entre la ciudadanía, y terminar por favorecer la banal exposición de un monólogo entre los candidatos -que generalmente son inexpertos para improvisar y argumentar- y contrarrestar al máximo las oportunidades o los tiempos para la contraposición de ideas, plataformas electorales y programas de gobierno.

Y es que la palabra ‘debate’ significa realmente eso.

De acuerdo con la RAE, la voz ‘debate’ es definida como “controversia” -en su primera acepción- y, en su segunda acepción, como “contienda, lucha, combate”. De forma que le distingue una significación de confrontación, contenciosa.

Desde luego, un debate electoral, si ha de resultar atractivo para el electorado, exige de, al menos, tres factores: primero, capacidad y habilidad entre los debatientes; segundo, un formato de debate que auspicie la polémica y el contraste; y tercero, un moderador adecuado y asertivo.

Hasta ahora, los estudios e investigaciones sobre los debates electorales señalan, que un debate influye “relativamente poco” en la tendencia electoral -lo que pudiera ser, incluso, efecto directo del ‘voto útil’ por parte del electorado-.

No obstante, es un hecho que los debates pueden lograr una amplia repercusión sobre los ‘indecisos’ que, de acuerdo con las encuestas más recientes, ascienden hasta un 35% del ‘mercado’ electoral en México.

Más aún, en contextos de alta competitividad electoral, esto es, cuando la diferencia entre el primer y segundo lugar de la contienda se encuentra comprendida en el margen de error propio de las encuestas, o es apenas significativa, éstos adquieren mayor impacto y relevancia.

De forma que los debates pueden ser un fino instrumento de disección y discernimiento de la vida democrática, que enriquezca el derecho a saber, así como la transparencia de lo que es público y debiera ser sabido por la ciudadanía para ejercer el voto.

Director Gral. de la Operadora SURTyC de la U de G

@Gabriel_TorresE

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