La decepción de la Mona Lisa

GarciaPimentelA LAS COSAS POR SU NOMBRE/Francisco García Pimentel

La primera vez que vi a la Mona Lisa en vivo me decepcioné. Creo que les pasa a todos.

Es tan pequeña, tan insignificante y tan… llena de turistas. Detrás de un vidrio y a mayor altura que el resto de las obras, apenas es posible observarla.

En mi mente, lo mismo que en la de muchos: ¿tanto alboroto por tan poca cosa?

La verdad es que la Mona Lisa no es la obra más famosa porque sea la mejor. De hecho, no solo no es la mejor del mundo; probablemente ni siquiera sea la mejor de Leonardo Da Vinci.

No hace falta enojarse: sé que lo que afirmo es bastante debatible.

Lo que no es debatible es esto: la Mona Lisa no era “mundialmente famosa” antes de 1911, año en que fue robada del Louvre en un maletín secreto.

Después estuvo desaparecida por dos años. Su búsqueda y localización son materia de leyenda, y el entramado de misterio involucró a posibles sospechosos como Picasso y Apollinaire,

Desde entonces se convirtió en la obra más conocida, reproducida, utilizada y explotada, al extremo de convertirse casi en un cliché. Un cliché que año con año atrae más turistas que cualquier otra obra del planeta y cuyo precio es absolutamente incalculable.

Igual, cuando la vi me decepcioné. Estuve tres minutos allí, me tomé cuatro fotografías (en la foto la pintura aparece tan pequeña que resulta inútil) y salí del salón en que estaba.

Había viajado miles de kilómetros, gastado todos mis ahorros, asaltado a mis familiares y atravesado océanos para verla. ¿Y ahora qué?

Lo que siguió a la decepción fue una de las mejores tardes de mi vida, y uno de los momentos más definitorios de mi carrera. Lo que sucedió es que nos perdimos en el Louvre.

No sé cuántas horas fueron, ni cuantas escaleras o salas. Perdimos total noción del reloj. Ni siquiera teníamos mapa.

Bajamos a Egipto, subimos a Francia, pasamos por los Países Bajos, por Grecia y Roma. Viajamos en el tiempo, descansamos bajo la pirámide, pasamos horas frente a algunos cuadros y de otros, nos seguimos de largo.

Ni de broma lo visitamos todo; cuando salimos ya estaba oscuro. Mi corazón tenía una nueva habitación.

Ese día, a mis diecisiete años, me enamoré de los museos. El detonante fue la visita “obligada” a la Mona Lisa, pero la explosión subsecuente me cambió por completo.

Antes ya había visto otros, por supuesto, en las visitas del colegio, en donde guías y maestros nos llevaban y explicaban la importancia de tal o cual pintura. Pero hasta que volví solo y sin prisas pude darme cuenta de que en Guadalajara, en México y en otras partes del mundo tenía a la mano cientos de laberintos como aquél, en donde bastaba perderme para encontrarme.

Ahora trato de volver cada que puedo a los museos; solo o con mis hijos y mis alumnos, pero sin obligarles a aprender las fórmulas oficiales o el orden predeterminado. Dejarlos para que, también, se pierdan a su manera.

No me importa que sean más cultos, o más leídos o más enterados. Me interesa que se enamoren, que encuentren sus propios favoritos, que descubran con el alma antes de catalogar con el cerebro.

Los museos no deben de ser para los niños (ni para nadie) espacios de cultura gris, formalidad y aburrimiento, sino parques de juego en donde su corazón les guíe y les empuje a brincar entre una obra y otra. Así aprenden también a conocer, a respetar y valorar, pero solo porque antes han amado. No hará falta que el guardia les pida silencio, porque el cuadro recién descubierto los habrá dejado sin aliento.

Y de esa sensación de admiración ¿cuántas cosas más pueden nacer? No hace falta que sean genios brillantes. Basta que se mantengan curiosos. La curiosidad es el alma de la creatividad; y la creatividad el motor del desarrollo.

Saquemos a los museos de la rancia obligación cultural; invitémoslos a convertirse en lo que son: privilegiados testigos de la grandeza histórica y natural; montañas rusas en donde el alma juega a descubrir los valores eternos: aquellos que nos convierten, precisamente, en seres humanos.

Y que ellos se queden con Mona Lisa, detrás de sus vidrios anti-balas. Yo me quedo con todo lo demás.

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El autor es abogado y escritor. Sus museos favoritos suelen tener dinosaurios. Síguelo en twitter @franciscogpr

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